Le tocó a Amberes y Lille.
Nos quedaba por ver Amberes. Entendí por qué llamaban a Bruselas el París de los pobres. La reconocí en este segundo viaje como una pequeña ciudad de juguete, no exenta de gracia e interés, pero con unas limitaciones evidentes.
Amberes, por contra, se nos apareció inmensa (casi 3 veces la población de la capital de Bélgica), preciosa y ahíta de posibilidades. Una de las conclusiones es que los lugares canallas -cervecerías sobre todo-tienen el punto justo de vejez sin llegar a la cochambre: los muebles son antiguos y repintados, pero tienen rasguños derivados del uso, todo parece auténtico, no como aquí que vacían el interior de las casas manteniendo la fachada y haciéndola irreconocible e intercambiable por cualquiera otra.
Hay rango de precios para no gastar en exceso y el alojamiento de paso se ha vuelto, curiosamente, más barato que en España.
Otra sorpresa, si cabe mayor, fue Lille. A pesar de la huelga de trenes nos desplazamos cómodamente y sin percances hasta la ciudad francesa.
Allí vimos una fanfarria callejera con la que, una vez más, (siempre me sucede igual) se me desataron las ganas de llorar por la emoción a flor de piel. Paseamos, pateamos, fantaseamos con acabar nuestros días allí y volví a pensar que no idealizaba nada, que la vida allí sería simplemente perfecta.
Este dibujo es de una cervecería molona de esas de las que hablaba, aunque no la mejor.
Las fotos, comentadas como siempre, aquí.
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